mercredi 22 septembre 2010

Ella.

Y la vió. La miró por encima de las gafas metálicas que caían sobre su nariz. Sobre las gafas de vista para ojos cansados. Para ojos perdidos en noches de niebla y vino. Para él. La vió desnudarse. La vió pálida. Como siempre. Quizá demasiado. Un poco más aquí y allá. La vió meterse en la bañera de porcelana blanca. La vió correr la cortina de patitos y despedirse del mundo. Del horizonte. De los sueños. De la vida. La vió decir adiós a marchas forzadas. Con el agua cayendo y el calentador encendido. La vió desvanecerse. Caerse. A su sombra y a ella. Oyó el ruido seco de su cuerpo sobre el material duro. Oyó sus propias lágrimas en los momentos anexos. Oyó como gritaba su nombre. El suyo. El de ella. Como intentaba salvar una vida que se había perdido por el desague. El agua había disuelto el amor rojo. Y se lo había llevado. Allí. Donde todo acaba para tantos. La había oído, minutos antes, quejarse del dolor de sus heridas. De las heridas internas. De las que no se ven. De las que no se curan con pastillas ni aspirinas para el dolor de cabeza. El tipo de heridas que tendemos a creer que desaparecerán con el tiempo pero no lo hacen. No lo hacen. Permanecen allí. Hasta que cada cuál, cada persona a su manera, decide que camino tomar en la lucha constante del destino. Si va a levantarse o a ser fuerte. O si hará como ella. O como él. Pasando por alto y creyendo que las cosas no son como en las películas. Que ella no se atreverá y bla, bla, bla... Que el cuchillo que llevaba enredado entre sus braguitas de algodón no era realmente un cuchillo y que ella no iba a hacer nada. Porque ella no era así. No era de las que se suicidaba a las primeras de cambio. Que lo dejaba todo. Que dejaba que el agua barriera su recuerdo. Pero quizá él nunca se preguntó si ella lo haría a las últimas. A la desesperada. Él nunca le preguntó cómo se encontraba, si el desamor había dejado de doler ya o si seguía matando por dentro. Había preferido mantenerse en un segundo plano. Detrás de las fotografías, curando sentimientos y defectos a los fotografiados sin pararse a pensar que el mayor defecto existente era la cobardía, las ganas de no hacer nada. Y sin detenerse a pensar que quizá él poseía ese defecto. El agua caía. Los minutos seguían. La sangre se mezclaba con el agua. Se hacía más rosita y más tierna, como si ella misma quisiera ocultar el motivo de su aparición. El motivo que la había llevado allí. A ocupar el volumen de aquella bañera cada vez más roja. Que perdía la blancura con los ecos de la muerte cercana.


1 commentaire:

  1. ¿y quién limpia todo eso luego?


    pd: para los no-valientes, jarabe para la tos. no sé qué tiene que te hace lanzarte a la aventura.


    (te dejo un pez,
    pero tienes que cuidarlo bien)

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