mardi 16 novembre 2010

Hasta el próximo brumario.

La niña se untaba los labios con mermelada de arándanos salvajes mientras el gnomo (perdón, duende) la miraba furioso. El frasco se estaba acabando y ella tenía que rebozarse las manos de mejunje rosado para poder probar algo. Mientras, el duende repasaba mentalmente los frascos de leche de luciérnaga brillante que aquella niña le había traido aquel brumario. Contaba cientosesenta y seis. Dieciochomenos que el brumario anterior, vaya. Tocaba suavemente con la punta del pie el césped (éste, molesto, escupía agua en forma de aspersor) y luego emitía gruñiditos por debajo de la barba. Tampoco es que la niña tenga la culpa, pensaba mientras veía cómo a la niña las trenzas le formaban campos de espigas en los hombros, que subían y subían hasta casi casi la barbilla. No puedo culparla de la escasez de luciérnagas brillantes este brumario. Pero aún así, el puro egoísmo genético de los duendes le hacía desear odiar a la niña con todas sus fuerzas, mereciendo unos azotes. La niña de las trenzas seguía absorta en su mundo de la mermelada. Cuando parecía que el bote se iba a acabar ella atinaba con el dedo a llegar a una esquinita y rescataba más trocitos de arándanos salvajes. Así se les pasaba la tarde, y cuando la niña tenía que volver a casa sin rozar el suelo porque el césped estaba enfadado con el duende, a éste se le olvidaba lo de los azotes y la despedía en la puerta con un pañuelito blanco, goteando agua y sales minerales de sus ojos, hasta el próximo brumario.

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