Sus mejillas amorosas.

A veces se untaba las mejillas con amor y se las dejaba secar al aire. Lo hacía con el pulgar, su dedo gordito, para no tardar tanto y que el amor no se perdiera en el tiempo. El ungüento era sencillo y práctico, aproximadamente unos doce besos y trece abrazos, pero la cantidad siempre dependía de la estación del año y de la presión atmosférica (a veces también de la cantidad de hojas debajo del abedul del parque azul), luego los removía en una taza con leche muy fría y algo de membrillo y agitaba bien fuerte. Los abrazos y los besos los recolectaba durante todo el invierno, y los guardaba debajo del brasero para que no se resfriaran. Algunas veces, cuando se volvían revoltosos, los escondía en botes de conserva usados con olor a mermeladas. Y si no se acordaba, acababa echándose abrazos y besos en las tostadas para desayunar. Después de echarse el amor por la cara, sus mejillas se volvían rojizas y sus labios regordetes, y me daban ganas de besarla. Pero ella me recordaba, frunciendo el ceño y besándome con la nariz, que aquellos besos sólo los aceptaba en invierno. Para guardarlos hasta el verano.