Tú me preguntabas, incansable.

A veces me preguntabas sobre si guardaba los satélites en las puntas de mis pestañas. Yo te decía que ahí sólo me cabían las estrellas polares y alguna que otra aureola más o menos brillante. Que realmente los satélites los guardaba en el cajón derecho de mi mesilla. Justo encima del libro que nunca he terminado de leer. En cajitas con autocierre para que no se me escapara ninguno. Tú me decías que qué hacía cuando quería verlos, observarlos o imaginarlos. Yo te contaba como los bañaba todas las noches en un barreño con leche calentita y nunca habían pretendido huir. Tú te reías y me decías que nunca me habías visto bañarlos ni enrollarlos en una toalla y que clase de persona era que no hacía lo mismo con las estrellas polares y alguna que otra aureola más o menos brillante de las que guardaba en las pestañas. Yo te decía que los satélites eran mucho mucho más bonitos que cualquier estrella, que cualquier caleidoscópio con tus dedos. Y tú te enfadabas. Y jurabas y perjurabas que nunca más los provocarías en mis párpados. Y yo sonreía. Porque sabía que en el fondo mentías. Que te encantaba apretar fuerte mis párpados hasta que mi oscuridad se habría de colores infinitos. Y tú no parabas de preguntarme, en aquel viaje sin fin, que qué se sentía, incapaz de sentirlo tú mismo por mi parte. Y te abrazaba. Y mis aureolas brillantes parpadeaban incansables cuando me besabas. Y mis mejillas se hacían eco. Y el mundo se desvanecía entre rayos de amor.

Tengo Formspring a la izquierda, preguntas de menta (guiño, guiño).