jeudi 14 octobre 2010

Pesadilla doscientostrecemilcuarenta.

Salía dando pequeños pasos sobre el césped mojado. Sin hacer mucho ruido, no se fuera a despertar. Era de noche y todos lo niños dormían. Las Pesadillas esperaban sentadas en las ramas de los árboles esperando el momento preciso para aparecer. Algunas tenían cara de buenas personas y seguro (segurísimo) que por hoy dejaban en paz al niño que se les había antojado asustar. Otras eran muy malas y aprovechaban cualquier oportunidad, golpe de aire o ventana entreabierta para entrar en la habitación de color carne de los niños y acosarlos con sueños terribles, que provocaban mocos y sudores fríos. La niña de las trenzas tenía una amiga Pesadilla. Se llamaba Pesadilla doscientostrecemilcuarenta, así todo junto, y era una flacucha adolescente llena de pecas sin otra diversión conocida que la de asustar a niños, duendes, gnomos e incluso a alguna luciérnaga brillante. Aún así Pesadilla doscientostrecemilcuarenta era una buena amiga de la niña de las trenzas (infinitas). Era esa clase de amigas que sólo se cuentan con los dedos de la mano derecha, dejando la otra mano para los enemigos o para tu Pesadilla infantil. Por eso acompañaba a la niña de las trenzas en su recorrido hacia la casa del gnomo de jardín y la llevaba la cesta llena de leche de luciérnaga brillante. La niña de las trenzas infinitas se encontró con Pesadilla en el tercer árbol de la décima esquina de la cuarta calle colindante con su casa azul. Como todas las noches de los lunes desde hacía doce meses. O un año. Se habían conocido un día de una manera inhóspita y casual. Cuando una noche a Pesadilla doscientostrecemilcuarenta se le había olvidado llevarse la botellita de leche que guardaba siempre en el bolsillo delantero de su peto y había estado casi casi moribunda de sed. Aquella noche la niña de las trenzas infinitas le dió un traguito pequeñito pequeñito a Pesadilla, para que la pobre no se muriera de sed, a cambio de que ésta no entrara en la habitación color carne de su niño antojado aquella misma noche y la acompañara hasta la casita del gnomo de jardín. Pesadilla doscientostrecemilcuarenta aceptó el trato. Y este trato se convirtió en rutina. Y hasta ahora. Por eso esa noche como cualquier otra noche lunídica la niña de las trenzas era acompañada por Pesadilla, que llevaba la botella de leche metida en el bolsillo de su peto. Esta vez no hacía falta llevar una cestita para transportarlas, las luciérnagas brillantes sólo habían dado la mitad de la botellita de cristal y la niña de las trenzas infinitas sabía que el gnomo de jardín se enfadaría por ello. O por otra cosa. Como siempre.

1 commentaire:

  1. Se debería quedar en la pesadilla doscientosmilcuarenta, y no haber doscientosmilcuarentayuno. A empezar de cero. Sueño número uno.

    RépondreSupprimer

A veces hay cosas que es mejor contarlas.
Sólo por si acaso.